Villiers de L'Isle-Adam es un autor que ni aún póstumo ha captado toda la atención que merece. Sus narraciones son prodigios de imaginación que revelan a un autor capaz de proponer fantasías de la más variada invención. Es precisamente ésta última palabra la que define al cuento que ahora presento. Una invención que especula sobre uno de los grandes problemas de la humanidad: la melancolía, pero no cualquiera, sino la que uno experimenta por la perdida de un ser amado. ¿Cuánto tiempo, fuerza, vida y demás habremos perdido e invertido en sufrir por aquello que es irrecuperable e irreparable? Villiers nos presenta la solución, ¡y qué solución! Un mitridatismo tanatológico: superar la muerte del ser querido antes de que ésta acaesca. Hay una razón práctica tras esta necesidad: ahorrarse los sentimentalismos, el disgusto, el miedo... el dolor. ¿La inspiración es mezquina o justificada? Juzguen ustedes. Resta decir que el método y el aparato —invento inventado— descritos en el cuento no son algo gratuito. Los griegos creían que la respiración estaba fuertemente ligada con el alma (no por nada las expresiones de «exhalar la vida» o «con mi último aliento»). La letra Ψ (Psi) es el dibujo estilizado de una mariposa que en griego es psije - soplo - mariposa; o como más comúnmente se le conoce: alma. Tiene sentido pensar que el alma abandona el cuerpo como una mariposa, por ello me encanta el argumento de Villiers, que pretendería recolectar algunas mínimas expresiones del alma: los suspiros, para vacunar al hombre contra el dolor de la muerte.
Este cuento fue publicado por primera vez en La Semaine parisieme, el 21 de mayo de 1874 como L' Appareil du Dr. Abeille E. E. pour l'analyse chimique du dernier soupir; es publicado por segunda vez en La Lune rousse, núm. 78, el 2 de junio de l878, con el titulo de L' Appareil du Professeur Schneitzoëffer junior, y la última publicación es la de L' Etoile française, el 7 de enero de 1881, con el título Apparel pour l'analyse chimique du dernier soupir.
Utile dulci.
FLACCUS¹
¡Está hecho! No se pueden contar nuestras victorias sobre la Naturaleza. ¡Hosanna! ¡Ni siquiera el tiempo de pensar en ello! ¡Qué triunfo!... En efecto, ¿para qué pensar? ¿Con qué derecho? Y además: ¿pensar?, en el fondo, ¿qué quiere decir? ¡Palabras!... ¡Descubramos apresuradamente! ¡Inventemos! ¡Olvidemos! ¡Encontremos! ¡Recomencemos y sigamos! ¡Cuerpo a tierra! ¡Bah! La Nada sabrá reconocer a los suyos.²
¡Oh, magia! ¡He aquí que finalmente los más sutiles instrumentos de la Ciencia se convierten en juguetes entre las manos de los niños! Testigo, el delicioso Aparato del profesor Schneitzoëffer jr., de Nuremberg (Baviera), para el análisis quimico del ultimo suspiro.
Precio: un doble thaler —(7,95 fr. con la caja)—, ¡un regalo!... Franquear. Sucursales en París, en Roma y en todas las capitales. Porte incluido. Evitar las falsificaciones.
Gracias a este Aparato, desde este momento, los niños podrán echar de menos a sus padres sin dolor.
¡EI bienestar fisico ante todo! Aunque se parezca a la descripción que el moralista nos da del interior de un convento en Justine, o la Virtud recompensada.³
Hay que preguntarse, en una palabra, si la Edad de oro no vuelve.
Naturalmente, semejante instrumento encuentra su lugar entre los obsequios útiles como regalo entre las familias, con un doble valor: la alegria de los niños y la tranquilidad de los padres.
También es posible deslizarlo en un huevo de Pascua, colgarlo del árbol de Navidad, etc.
El ilustre inventor hace una rebaja a aquellos periódicos que quieran ofrecerlo como regalo a sus suscriptores; igualmente es recomendable para los promotores de tómbolas; las loterías nacionales piden cada vez más.
Esta joya puede colocarse, a propósito, bajo la servilleta de un abuelo en una cena de fiesta —o en un banquete de bodas— o en la cesta, como un presente para la abuela, o tambien entregarse, simplemente, en mano, a los progenitores de los viejos amigos de provincias cuando se deseé causar eso que se llama una encantadora sorpresa.
En efecto, imaginemos la hora de la siesta en una pequeña ciudad. Las madres de familia, una vez hechas sus compras, han vuelto a sus casas. Han cenado. La familia ha pasado al salón. Es una de esas tardes sin visitas, en las que, reunidos alrededor de la chimenea, los padres están un poco adormecidos. La lámpara alumbra poco, y la pantalla reduce aún más su luz. Las inclinadas puntas de los gorros de seda negra sobrepasan las orejeras de los sillones. La lotería, a veces tan trágica, está suspendida; el juego de la Oca está guardado en el gran cajon. El periódico yace a los pies de los durmientes. El viejo invitado, discipulo (en voz baja) de Voltaire, digiere apaciblemente, hundido en alguna mullida poltrona. Sólo se oye la aguja de la joven picando su bordado junto a la mesa y acompasando así la tranquila respiración de los autores de la suya, todo medido por el tic-tac del péndulo. Resumiendo, el honesto salón burgués respira la quietud bien adquirida.
Dulce cuadro de familia, el Progreso, lejos de excluiros, os rejuvenece, como un hábil tapicero renueva unos muebles de antaño.
Pero no nos enternezcamos.
¿Cómo se divertirán entonces los niños, en lugar de hacer ruido y despertar a sus airados padres, con esos antiguos juguetes, tan ruidosos? ¡Mirad! Ved cómo vienen, de puntillas, on tip toe, reprimiendo las frescas carcajadas de sus locas risas inextinguibles. ¡Silencio!... Inocentemente, acercan a la boca de sus ascendientes el pequeño aparato del profesor Schneitzoëffer, jr. (En Francia se dice Bertrand, para abreviar.)⁴
¡Ese es el juego! ¡Pobres pequeños!... ¡Practican!... Preludian ese momento (¡ay! al cual debería ser normal acostumbrarse pronto), en el que lo harán de verdad. Desgastan así, en una especie de gimnasia moral, lo demasiado punzante de la pena que sentirían por la pérdida de sus parientes (y no esa ficticia costumbre). ¡Embotan de antemano el desconsuelo final!
Lo ingenioso del proceso consiste en recoger, en ese alambique de lujo, una buena cantidad de anteúltimos suspiros, durante el sueño de la Vida, para poder, un día, al comparar los pálpitos, reconocer en qué se diferencia el primero del sueño de la Muerte. Tal divertimento es un fortificante preventivo, que depura los tiernos temperamentos de nuestros benjamines de cualquier predisposición a la emociones demasiado dolorosas, desde ahora y para siempre. Les familiariza artificialmente con las angustias del día de luto, que, ENTONCES, ya serán conocidas, asumidas e insignificantes.
¡Y cómo, al despertar, se abrazan a todas estas cabecitas rubias! ¡Con qué dulce melancolía aprietan contra su corazón a estos alegres traviesos!
¿Podríamos, sin faltar a nuestro deber de filósofo, resistir deber de repetirlo una vez más? ¿A disgusto? Es una joya científica, indispensable en cualquier salón de buena compañía, y los servicios que puede dar a la sociedad propiamente dicha y al Progreso prescriben, sin lugar a dudas, la obligación de preconizarlo entusiásticamente.
Nunca estará de más inculcar a la juventud —y muy pronto, incluso a la infancia— el gusto por este higiénico recreo.
El aparato Schneitzoëffer, jr. —el único que tonifica los nervios de los niños demasiado cariñosos—, está destinado a convertirse, por así decirlo, en el vademecum del colegial de vacaciones, del amable espabilado, que estudiará su aplicación, entre la de los verbos pronominales o deponentes. Sus maestros le exigirán esto como un trabajo, A su vuelta, podrá poner el juguete en su pupitre.
¡Siglo feliz! En su lecho de muerte, ahora, ¡qué consuelo para los padres el pensar que esos dulces seres —¡demasiado amados!— no perderán ya el tiempo —¡que es dinero— en los inútiles flujos de las glándulas lacrimales y en ridículos gestos que provocan, casi siempre, inopinadas muertes!... ¡Cuántos inconvenientes se evitarán con el uso cotidiano de este aparato!
Una vez asentada la costumbre, los herederos —habiendo adquirido la indiferencia iluminada, simpática, triste, en fin, conveniente—, ante el óbito de los suyos —al haber, digámoslo así, diluido la desolación desde hace mucho tiempo—, no tendrán que temer las consecuencias del trastorno y aturdimiento en el que la inmediatez de los preparativos sumía a veces a los antepasados: estarán vacunados contra tal desesperación. Una nueva era se va a inaugurar, positivamente, a este respecto.
Los funerales se haran sin problemas y, por así decirlo, sin esmero.
En cualquier circunstancia nuestra divisa debe ser ésta (¡no lo olvidemos nunca!): ¡Calma! Calma. Calma.
Así, los intereses, desatendidos los primeros días, el espanto y el desconcierto del momento que sólo beneficia a la proverbial rapacidad de los sepultureros (¡qué negros enredadores!), los testamentos redactados apresuradamente y, como se suele decir, de cualquier modo —incomprensibles hológrafos sobre los cuales se abate la bandada de cuervos de los abogados con gran perjuicio de los colaterales, inconsolables—, las últimas instrucciones dictadas atolondradamente por los moribundos, el abandono de la casa mortuoria, las dilapidaciones de los criados, ¡cuántos detrimentos puede conjurar el uso diario del aparato Schneitzoëffer, jr.!
Se escamotearán⁵ los cadáveres lo más rápidamente posible, y ni siquiera se darán cuenta, en la casa, de vuestra desaparición. Continuará, en ese momento, la razonable rutina.
Las artes se resentirán. Gracias a él, en unos diez años, el cuadro de la Hija de Tintoretto⁶ ya no será famoso sino como coloración, y las marchas fúnebres de Beethoven y de Chopin sólo se comprenderán como música de baile.
¡Oh! ¡No ignoramos contra qué prejuicios tiene que luchar Schneitzoëffer!... Pero, ¿estamos, sí o no, en un siglo práctico, positivo e ilustrado? Sí. Pues bien, ¡seamos de nuestro siglo! Hay que pertenecer al siglo. ¿Quién quiere sufrir, hoy en día? ¿Realmente? Nadie. Por lo tanto, nada de falso pudor ni sensiblería de mal gusto. Fuera sentimentalismos estériles, dañinos, a menudo exagerados, y que no engañan ni a los transeúntes, esos del convenido gesto de quitarse el sombrero ante los coches fúnebres.
¡En nombre de la Tierra, un poco de sentido comun y de sinceridad! Por más importancia que nos diésemos, ¿éramos visibles en el microscopio solar hace unos años No. Así pues, ¡no condenemos demasiado deprisa lo que nos choque, por falta de costumbre y de reflexión suficiente! Valientes librepensadores, pongamos de moda la sonriente dignidad del dolor filial, podándolo, de antemano, de esos aspectos descerebrados que rozan, las más de las veces, lo grotesco.
Digamos más: la piadosa postración del niño que ha perdido a su anciana madre, por ejemplo, ¿no es (en nuestros días) un lujo que los indígenas, acuciados por una tarea obligatoria, no pueden permitirse? El ocuparse de este mórbido ensueño no es, pues, de primera necesidad: ¡podemos pasar sin él! ¿Qué otra cosa son los gemidos de la gente acomodada sino un gasto de tiempo social compensado por el quehacer de las clases trabajadoras, que menos favorecidas por la dama Fortuna, refuerzan los suyos?
El rentista no llora a los suyos sino a costa de los necesitados: se hace ofrecer, implíicitamente, el coste social de tal prerrogativa, las lágrimas, por esos mismos que no tienen la posibilidad de derramarlas sino a escondidas.
Está demostrado que, hoy en día, todos pertenecemos a la gran Familia humana. Entonces, ¿por qué echar de menos a éste en lugar de aquél?... Concluyamos: puesto que todo se olvida, ¿no vale más acostumbrarse al olvido inmediato? Los gestos más alocados, los llantos, los hipos mejor entrecortados, los gritos y lloriqueos más sentidos no resucitan, ¡lástima!, a nadie.
¡Felizmente!... por que si no, ¿no estaríamos muy pronto tan apretados, en el planeta, como un banco de arenques? Prolíferos como somos, sería insoportable. La ineluctable profecía de los economistas se cumpliría en un corto plazo; el digno Pólipo humano moriría de plétora, y, una vez reconocidas como insuficientes las soluciones intermitentes de las guerras o epidemias, el pegarse unos con otros, con grandes golpes, a la salida del baile, se convertiría en indispensable si persistiéramos en querer respirar o circular en este globo, globo en el que la Ciencia nos prueba, por A más B, que no somos, después de todo, sino una miseria provisional.
Dicho sea esto para esos burlones, ¿saben?, para esos oscuros escritores a quienes hay que leer varias veces si se quiere desentrañar el verdadero significado de lo que dicen.⁷
—¡Sin dolor! ¡Señores! ¡Acudan! ¡Pidan! ¡Háganse servir! ¡7,95 fr. con caja incluida! Vean... señoras y senores, ¡el objeto!.. ¡El alma está en el fondo. Debe estar al fondo! El cuadro que enseñan allí, en el escaparate, al extremo de mi vara, representa al ilustre profesor en el momento en que, al desembarcar en los muelles del Sena, es recibido por el señor Thiers, el Shah de Persia y una multitud de personajes famosos. ¡El instrumento es inofensivo! lotalmente inofensivo. Sobre todo si se quieren tomar la molestia de leer (no con una mirada perdida y distraída, como ésa con la que me honráis en este sublime momento, Sino con atención y madurez) las instrucciones que lo acompañan. Los reactivos empleados —revulsivos, tóxicos y esternutarios— son un secreto del Inventor, la Administración de patentes nos prohíbe, desgraciadamente, que los divulguemos. El aviso nos ha llegado ayer, por los oficios de la Oficina de las escarapelas.
»Sin embargo, para asegurar a los clientes de la Burguesía, clase a la que se dirige, muy especialmente, el profesor, podemos revelar que la mixtura contenida en la bola de cristal multicolor que constituye Aparato en su forma, está compuesta de nitroglicerina y todo el mundo sabe que nada hay más inofensivo y untuoSO que la glicerina. Empleada diariamente para el aseo. (Agítese antes de usar.) ¡Apresúrense! ¡Estas ortopédicas joyas del corazón son el éxito del momento! ¡Nos las quitan de las manos! ¡La fabrica de Nuremberg esta sobrecargada de trabajo!...
»El extraño profesor Schneitzoetfer, jr., está desesperado, al no poder dar abasto a los pedidos a pesar de los obstáculos que pone, en todo momento, el clero.
»Tesoro de los nervios, calmante gradual, Oued-Allah⁸ de las familias, este Aparato se impone a los padres serios que, libres de los prejuicios de corazón, juzgan que si el sentimiento es una cosa dulce en sus momentos, no hace falta demasiado, cuando verdaderamente se es un Hombre.
En efecto, bajo la antigua luz de los astros, humanidad sólo se llama ya, hoy en día, al público, y Hombre al individuo. Tomamos por testigo de ello no ya a un firmamento vago y pasado de moda, sino al Sistema solar, señoras y señores, sí, ¡al Sistema solar! desde Mercurio al inevitable Zeta Hércules*»
* Sabido es, hoy en día, que la totalidad de nuestro sistema solar se
dirige, insensiblemente, hacia el punto celeste marcado por la sexta estrella de la constelación de Hércules (es decir, Zeta Hércules, en nuestro lenguaje)⁹ Este abismo ígneo —de dimensiones tales que las cifras que lo expresan confundirían en cierta manera el pensamiento (en el caso de que, para aquéllos que piensan, el cielo aparente pudiera tener alguna importancia)— parece, en astronomía, que debe ser el fin o la desaparición inevitable, en efecto, de nuestro conjunto de fenómenos. Es sin duda a este desenlace a lo que quiere referirse el profesor bávaro. Lo que nos tranquiliza, a nosotros, Franceses, es que lo sabemos tan bien como él y que, a pesar de todo, tenemos el tiempo de pensar en ello. [Nota de Villiers.]
¹ «Útil para lo agradable». Cita de Horacio, Ars Poetica, verso 343, acerca de la poesía. Villiers se divierte designando a Horacio por su segundo nombre.
² Parodia de la orden de Simón de Monfort en la cruzada contra los Albigenses: «¡Matad todo! Dios reconocerá a los suyos.»
³ Villiers mezcla los titulos de dos obras del marqués de Sade, calificado como «moralista»: Justine o las desventuras de la Virtud y Juliette o la prosperidad del Vicio, en las que varias escenas se desarrollan en un convento.
⁴ Villiers toma prestado el nombre del científico a un músico frances, muerto en 1852, que en sus tarjetas de visita ponía: «Schneitzoëffer, pronunciado Bertrand».
⁵ Villiers utiliza el verbo escoffier que significa «matar», dándole el significado de «escamotear o hacer desaparecer».
⁶ Famoso cuadro de León Coignet, El tintoretto peinando a su hija muerta, expuesto en el Salón 1845.
⁷ Es decir, él mismo y sus amigos como Mallarmé.
⁸ Licor parecido al chartreuse fabricado en Argelia.
⁹ La creencia de que el sistema solar se encaminaba hacia la constelación de Hércules formaba parte de las ideas popularizadas en el siglo XIX.
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