miércoles, 8 de mayo de 2019

De cómo Voltaire pone el tedio en boca de Pococurante y otras apreciaciones artísticas

En el capítulo XXV de Cándido, éste visita la casa de un viejo hombre veneciano de quien se dice que "nunca ha tenido penas". La perspectiva de encontrar un Homo Beatus imposible estimula la viva curiosidad de Cándido que viene de conocer, ver y sobre todo experimentar una serie de miserias encadenadas.
Dicha reunión es propicia para que Pococurante (el que se preocupa poco) exprese sus juicios sobre arte —juicios que, dicho sea de paso, son amargos, concepciones de un hombre hastiado y asqueado, pero no por ello menos ciertas y válidas.


De la pintura
     Cándido, tras el desayuno, al pasearse por una larga galería, se sorprendió de la belleza de los cuadros. Preguntó de qué maestro eran los dos primeros. «Son de Rafael, dijo el senador; los compré muy caros por vanidad, hace algunos años; dicen que es lo más bello que hay en Italia, pero no me gustan nada: el color está muy ensombrecido, las figuras no son suficientemente redondas, y no sobresalen bastante; los chapeados en nada se parecen a una tela: en una palabra, por mucho que digan, no encuentro en ello imitación verdadera de la naturaleza. Sólo me gustará un cuadro cuando vea en él la naturaleza misma: no los hay de esa especie. Tengo muchos cuadros, pero ya no los miro.»

De la música
     Pococurante, mientras esperaban la comida, mandó dar un concierto. Cándido encontró la música deliciosa. «Este ruido, dijo Pococurante, puede divertir media hora; pero si dura más tiempo, cansa a todos aunque nadie ose confesarlo. Ya la música hoy es sólo el arte de ejecutar cosas difíciles, y lo que sólo es difícil a la larga no gusta. Quizás prefiriera la ópera, si no hubieran dado con el secreto de hacer de ella un monstruo que me subleva. Que vaya quien quiera a ver malas tragedias con música en las cuales las escenas sólo están para traer de mala manera dos o tres canciones ridículas que realzan la garganta de una actriz; que se pasme de placer quien quiera o quien pueda al ver a un castrado canturrear el papel de César o de Catón, y pasearse torpemente por las tablas; en cuanto a mí hace tiempo que renuncié a esas pobrezas, que son hoy gloria de Italia, y que algunos soberanos pagan tan caro.» Cándido discutió un poco, pero con discreción. Martín fue totalmente del parecer del senador.

De la literatura
     Se sentaron a la mesa; y, tras una excelente comida, entraron en la biblioteca. Cándido, al ver un Homero magníficamente encuadernado, alabó al ilustrísimo por su gusto. «Este es un libro, dijo, que hacía las delicias de Pangloss, el mejor de los filósofos de Alemania. —No hace las mías, dijo fríamente Pococurante; me hicieron creer hace tiempo que sentía placer al leerlo; pero esta continua repetición de combates que se parecen todos, esos dioses que actúan siempre para no hacer nada decisivo, esa Helena que es el motivo de la guerra, y que apenas es una actriz en la obra; esa Troya asediada, y que no se toma: todo ello me causa el aburrimiento más mortal. He preguntado a veces a sabios si se aburrían tanto como yo con esta lectura: todas las personas sinceras me han confesado que se les caía el libro de las manos, pero que había que tenerlo siempre en la biblioteca, como un monumento de la Antigüedad, y como esas medallas roñosas que ya no sirven para comerciar. 
     —¿Su excelencia no piensa lo mismo de Virgilio?, dijo Cándido. —Reconozco, dijo Pococurante, que el segundo, el cuarto y el sexto libro de su Eneida, son excelentes; pero en cuanto a su piadoso Eneas, y al fuerte Cloanto, y al amigo Acato, y al pequeño Ascanio, y al imbécil rey latino, y a la burguesa Amata, y a la insípida Lavinia, no creo que haya nada más frio y desagradable. Prefiero el Tasso y los inverosímiles cuentos del Ariosto. 
     —Me atrevería a preguntaros, señor, dijo Cándido, si no sentís gran placer leyendo a Horacio. Hay en él máximas, dijo Pococurante, de las que puede sacar provecho un hombre de mundo, y que, al estar encerradas en versos enérgicos, se graban con mayor facilidad en la memoria; pero muy poco me importan su viaje a Brindes, y su descripción de una mala cena, y su disputa de mozos de cuerda entre no sé qué Pupilo cuyas palabras, dice, estaban llenas de pus, y otro cuyas palabras eran vinagre. Sólo he leído con extremado asco esos versos groseros contra viejas y brujas; y no veo qué mérito pueda tener el decirle a su  amigo Mecenas que, si le pone entre los poetas liricos, tocará con sublime frente los astros. Los necios todo lo admiran en un autor afamado. Yo sólo leo para mí; sólo me gusta lo que me sirve.»
     Cándido, al que se había educado para que no juzgara nada por sí mismo, se extrañaba mucho de lo que oía; y Martín encontraba la forma de pensar de Pococurante bastante razonable.
    «¡Oh!, un Cicerón, dijo Cándido; pienso que a este gran hombre no os cansaréis de leerlo. —No lo leo nunca, contestó el veneciano. ¿A mí qué me importa que haya abogado por Rabinius o por Cluentius? Bastante tengo con los pleitos que yo juzgo; más me hubieran complacido sus obras filosóficas; pero cuando vi que de todo dudaba, concluí que ya sabía yo tanto como él, y que para ser ignorante a nadie necesitaba.
     —Ah, aquí hay ochenta volúmenes de obras de una academia de ciencias, exclamó Martín; puede que haya algo bueno. —Habría, dijo Pococurante, con que uno sólo de los autores de este fárrago hubiera inventado el arte de hacer   alfileres; pero en todos estos libros no hay más que sistemas vanos, y ni una cosa útil.
     — ¡Cuántas obras de teatro veo ahí, dijo Cándido, en italiano, español, francés! —Sí, dijo el senador, hay tres mil, y ni tres docenas buenas. En cuanto a estos compendios de sermones, que entre todos no valen una página de Séneca, y todos esos gruesos volúmenes de teología, ya supondréis que jamás los abro, ni yo, ni nadie.»

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