sábado, 28 de agosto de 2021

3. Porciones de Nada (selección de textos)

Entre los autores que más felicidad y confusión me han procurado, debo decir que Macedonio Fernández es el más destacado. Sus inclasificables prosas compuestas por incisivas subversiones de la realidad son un deleite mental; es cosa que no digo muy a menudo, pero creo que comencé a pensar justo al momento de leer por primera vez a Macedonio, antes de eso, remedaba de pensar (y lo que es peor, de pensar linealmente). Mi admiración acabada, pero con cualidades de ilimitación, es lo que me hace presentar en esta ocasión una recopilación de prosas procedentes del libro doble (o de la nada continuada), Papeles de Recienvenido y Continuación de la Nada. Sin más distensión, leamos.


Los amigos de la ciudad

En los vendavales, lo primero que vuela, sin desanimarse, con toda regularidad, son los techos; más fácilmente cuando la población termina por todos los rumbos en casas. Si no hubiera sino edificios centrales, muy mitigado sería este desorden, así como es cosa segura que la supresión de la delantera de los autos imposibilitaría a los transeúntes de darse contra ellos y estos vehículos serían usados solo por dentro.
Sin ninguna pretensión difundo estas informaciones: Pero sí es cierto que me halago de poder comunicar lo siguiente:
En cierta localidad, por influencia de un municipal cuyo nombre no os perdono equivocar pese a mi modestia, organizóse tan bien el desorden de partida y de llegada de los techos en las tempestades, que todo perjuicio se anuló, pues si bien es cierto que no pudo impedirse que estos preciosos adornos de las habitaciones se alistaran, como siempre, de los primeros en la subversión del viento, se los había podado con medida tan exacta los aleros anualmente, junto con la poda de árboles y por el mismo personal municipal tan experto, que las azoteas expedicionarias ofrecían el espectáculo de un trabajo inútil, dado que iban cayendo sobre las casas cuyo techo acababa de volar, reemplazándolo tan bonitamente, que la familia ocupante no notaba interrupción alguna en el servicio de techados.
Cuando la circulación de techos se daba por terminada, quedaba, naturalmente, destechada la primera fila de casas y descasada la última línea de techos, algunos de los cuales podían haberse asentado sobre una vaca o un peral sin provecho comparable al que procuran cubriendo casas. Entonces, por un movimiento municipal envolvente, se hacía girar los techos dispersos en una hermosa curva hacia atrás hasta que cayeran sobre la fila de las casas destapadas; a veces una tormenta del opuesto cuadrante lo hacía todo. Sólo una vez se tuvo inconveniente con esta preparación sabia; y fue que los techos de aquel municipio eminente volaron injustificadamente, engañados por un remesón de terremoto que creyeron vendaval y usurpando por error el turno de los cristales, que son los que deben romperse y desordenarse en los días en que corresponde terremoto.
La hábil fórmula de municipal preocupación que rememoro tuvo particular premio por obra de un vecino rico y agradecido, quien regaló a la urbe un bosque; la municipalidad dispuso dotarlo inmediatamente de arbolado, pues nuestra comuna no aprobaba otro decorado, con fondos oficiales, que el constituido por plantas, y no era congruente que el bosque, nuevo bien municipal gratuito y valioso careciera de este ornato invariable de calles, plazas y jardines.

Martín Fierro, 1925.

El neceser de escruchante

El maniquí que pasaba el día en la mercería y todas las noches era asesinado en la mansarda de un hampón en el mismo edificio, hurtado sigilosamente para ejercicios de asesinato y devuelto cada vez, cobró vida de tanto morir. Pareció preocupado una mañana: yo sé que lo que más le cosquilleaba era el instante de sentirse, nuevamente, a oscuras en la tienda, tomado de la cintura y el aliento del homicida.
Las cosquillas, su función y sensación, son el mayor, el más caprichoso misterio de lo viviente; ¿no podrían empezar la vida? Luego, dejando despavorido al mercero y más a una sensible clienta que pedía en esos momentos rebaja por la inquietante (así lo sentía ella) corbata del maniquí que su delicada mano palpaba, removiose y partió perdiéndose en la muchedumbre del Centro. (¿Debió quedarse cortésmente al tacto de la dama; no empezar la vida?; ahora se verá.) Y se dirigió directamente a casa de Conan Doyle. Había nacido máximo pesquisante; ahorcó a éste por mal novelista policial, y rectamente fue luego hacia la tumba de Poe, sobre la que escribió: «Estás vengado Edgardo Poe».
Esto era urgente. ¿Y la dama? Ustedes juzguen. Aquí es donde un cuento verídico no sigue; hay buen y mal modo de no seguir un cuento.
Papeles de Buenos Aires, 1943

Página involuntaria

Dos personas tan caracterizadas por la claridad, y a quienes por ello debe suponérselas aseguradas contra confusiones, han sido claramente confundidas la una con la otra: Einstein y yo. Todo esto desde la época en que, inventando mi peine de un solo diente, empecé a usarlo conmigo mismo, no encontrando quien quisiera ensayarlo, y aunque precisamente era yo, por mi cabello abundante, quien no lo necesitaba para nada, siendo su aplicación para hacerse raya los calvos, pues, por su sencillez y poco bulto, el acto de peinarse con él era poco llamativo aun para el mismo que lo empleaba, quien quedaba convencido, tras usarlo, de haber hecho algo de peinarse su cabeza, sin preocuparse de si a uno y otro lado de la raya había algún cabello. Como Einstein no acostumbraba peinarse, y yo lo hacía con mi peine de un solo diente, exclusivamente, dado que el uso de este peine mío deja las cosas en la cabeza como las encuentra (lo que es un respetar y se parece enteramente al sistema de la Instrucción Pública de dejar todo como antes), nos parecíamos de cabeza, con la diferencia de que él no usaba peine alguno pero usaba la cabeza, y yo usaba el peine de un solo diente pero no la otra cosa.
Afortunadamente, la confusión que a pensadores tan claros no es gustosa, aunque me es honrosa, va a cesar: los millonarios yanquis, a quienes ha visitado Einstein últimamente, se han cotizado para comprarle al sabio un peine completo y pagado del todo. Esos millonarios suponen que cuando Einstein piense con la cabeza peinada ellos podrán entender su conferencia: hasta ahora sólo las han aplaudido.
Y Einstein, de nuevo inconfundible, seguirá en su obra de confundir a todos.

Leccioncita de psicoestética

Anoche, yo, a horas asaltadas y de madrugar (el acostarse), primer acto cotidiano del portarse bien, comenzador de toda virtud en casa, y virtud suficiente para justificar y dotar de un pedestal de explicación a todas las feas estatuas de feas personas que duelen a las plazas de todas las ciudades (sin enojarse, puede uno decir que aborrezco a la Historia violadora de tumbas y degradadora del nacimiento individual terreno, por que hurga y molesta los destinos clausurados, bellamente clausurados por la muerte, y la limpidez del nacimiento, esa tan bellamente intacta hora de un aparente comienzo personal, nuestras dos horas de beldad, las perfectas Apariencias del comenzar y del cesar personal. Esta miserable Historia nos esquilma la magnífica dotación estética que no falta a nadie y a veces, para muchos de nosotros, es quizá la sola milicia de belleza de que fuimos capaces: nacer y morir; pues revuelve destinos que callaron para declararlos «causa» del vivir subsiguiente de los hombres, injuriando a un tiempo la belleza de severidad de la ocultación irrevocable personal y la limpidez de nacer).
Como digo, Anoche, Yo...
La cosa cesa aquí, deliberadamente. Me he propuesto que el lector llegue a darse cuenta, como yo mismo, de que cuando alguien, un autor o un amigo, alguien que nos interesa, dice inicialmente o al correr de su escrito «Anoche, yo», hace más arte en esas sólo dos palabras que el que obtendría con toda la continuación y serie verbal, relato o poema, en que resuene este «Anoche, yo». Nunca en todo su relato o construcción conseguiría una conmoción, habrá puesto tan cerca de sí al lector, como en este sonar evocado de un Anoche-Yo personal y díchole de tan cerca.
(Honestamente aseguro al lector que las refinadas conciencias artísticas de autores y oyentes de los humanos del futuro no tolerarán las construcciones, no usarán sino el Chiste sin contexto, la Metáfora sin contexto, la frase de la Pasión sin contexto. Y así las obras de la Prosa serán tan breves como las de la Música, que contienen una inmensidad poemática en una sola carilla: una Sonata completa se oye en 15 minutos y en ellos nos ha dicho y suscitado tanta sensibilidad conciencial como una larga novela de 300 páginas.)

 

Fantaseo en una sola frase

Gracias a la colaboración de variadísimos profesores de aritmética y filología, que llamaban todas las mañanas a nuestra puerta con sus dobles canastas-bibliotecas de legumbres, frutas, géneros, jabones, peines, llegados a mi domicilio expresamente desde el fondo de Turquía, Calabria o Albania para esmerar mi dominio de las matemáticas y del idioma castellano y que controvertían brillantemente con mis padres la pluralidad inacabable del tamaño de los dos metros o de los sonantes y olientes dobleanchos de la pieza de percal que intentaban sustituir por lonjitas de medioancho; hombres capaces en su pericia profesoral de acortar la docena, escurrir los anchos, desecar los litros, captar el precio reteniendo la mercadería y olvidar de memoria el vuelto, y esto bajo las dificultades de que nosotros no sabíamos nuestro idioma y ellos nos lo hacían de nuevo todo él; gracias a esa colaboración, digo, me liberté completamente del mentido lenguaje y de la fementida regularidad, rigidez y fijeza de las ilusorias unidades de largura, volumen, contenido y peso con que nos habían engatusado en el colegio los profesores nativos, y conocí la verdadera química del aceite puro de oliva que, asociado a agua, maní, algodón, girasol y lino venía hecho un verdadero puchero, y la del vino, de lluvia y zumo de aljibe.
Así, he confesado al menudeo el sólido saber que hoy me asiste a la lucha por la vida. Y si hay que decir que ninguna de estas ambulancias de erudición fue llevada a la cátedra, también consta que el público ha premiado sus metros cortos, litros enjugados y delgados, casi lineales volúmenes, que restablecieron la verdad en mi espíritu, con casas, terrenos, estancias, créditos y depósitos.

El bobo inteligente
NO SIEMPRE EL BOBO LO ES: ESTO QUE SIGUE ES DE CUANDO LA PIENSA. MEDITE EL LECTOR QUE UN RETROCESO DE 4 ó 6.000 AÑOS ES LA ÚNICA SALVACIÓN DE LA PRESENTE HUMANIDAD.
He tomado pasaje para ir a un país a descubrir, cuya única particularidad, pero que puede ser de gran provecho, es que sus habitantes están de vuelta de todos los inventos, uno por uno. Es cierto que el impulso recesivo no es tan grande que retornen al estadio inmediato anterior al primer invento; pero en esa paulatinidad del desandamiento, hay también un placer demorado, exquisito. Así, pásase allí de la electricidad al gas, y tras un tiempo, al petróleo; solo más tarde al brasero inautomático, y después a los hachones y teas. Se ha intentado, en materia de puntualidad, la progresiva lentificación, de modo que el vigilante de tanto en tanto detiene por algún momento al apresurado para que no llegue antes; o el transeúnte se coloca pesos en la espalda para ir despacio y no llegar pronto. Lo que no se ha logrado simplificar es el mecanismo del registro civil; pero, para responder al propósito de suprimir las enfermedades de la urgencia, se ha ensayado con éxito el alteramiento del acto del casamiento, que se efectúa en dos sesiones: primero se casa ella con él, y en otro acto él con ella; no como antes, que se desposaban con premura rayana en la simultaneidad. 
Usan el reloj invisible y epiléptico, que salta de hora, o que, aunque marche bien, no se lo ve, de manera que, con este sistema de alteramiento de la medida visible del tiempo, resulta que en el proyectado asesinato, la víctima, que ha sido citada al efecto en hora y lugar, llega muchas horas antes, se aburre y se va. Ni por casualidad ocurre que, una persona que ha con sentido en ser asesinada por otra en tal o cual hora, tenga la paciencia de esperar a su asesino las muchas horas de equivocación que éste pueda tener y se retira afrontando el desprecio del asesino por su falta de puntualidad; por supuesto que éste, despechado, no vuelve jamás a ocuparla como víctima.
En otro lugar de este país están poniéndose apéndices a todas las personas seccionadas en apendicectomía, y aun a aquellas que conservan el original las proveen de otro, tomado de ciertos animales cuyos apéndices eran útiles al ser humano. En otros, estaban ensayando el sobretodo en verano (como los polacos que conocí en Misiones: el fuego del sol les era peor directo que la transpiración bajo tal abrigo).
Se despachan todas las oficinas meteorológicas y se traen marinos viejos y campesinos viejos, que dan el pronóstico todos los días a simple miración y meditación del cielo. Todas las medicinas escasean; un poco de cataplasmas, otro de sinapismos y sangrías. Todos los remedios de la farmacia antigua se sacan con baldes del pozo de la casa: agua para la nariz, para los oídos, los ojos, la ayudación de la digestión. La gente vive hasta el grado de la impertinencia. La extracción de las muelas se hace atando un hilo a un pasador y que otra persona dé el tirón; pero hay que saber dar el tirón.
Se vuelve al brasero de carbón, al que se encuentran todas las ventajas que lo superiorizan respecto al eléctrico; se vuelve a la cuerda con campana y al llamador, en lugar de la campanilla eléctrica; al arado en lugar del tractor; el termo es reemplazado por una botella de barro envuelta en trapos. Cada año la policía elige a la suerte diez presos, dándose luego por ejercida toda la función policial del año. En una peluquería se lee: «Rasurada con muela sacada o media sangría: 80 centavos»; las familias trabajan en el campo tres días al año: uno para sembrar (cereales y hortalizas), otro para arar y otro para cosechar.
Lector: si se embarca para aquí no tome boleto de regreso.

Vivir disculpado

—Señores —interrumpió el inadvertido—: yo también existo; disculpádmelo; espero que no os parecerá excesivo.
—Por cierto que hemos de consentíroslo —se le contestó al del temerario existir—. Seréis presentado a cada uno si insistís en existir.
—Muy bien, pero presentadme las edades de cada uno, no los nombres.
—Sois difícil, señor.
Otro dijo:
—Complazcámosle.
—Me adelanto a decir mi edad: 77 años.
—58 yo; 49 este señor, 31 éste...
El de la furia de existir observó atentamente a cada representado, y terminado el lapso de presentaciones, meditó unos momentos, mientras era a su vez muy escudriñado por todas las miradas. 
—Y bien —concluyó el reclamador de existencia—; sois 5 y tengo que disculparme sólo con 2.
—¿Qué ocurre, pues? —exclamaron.
—Soy un esclavo de la más estricta sociabilidad. El refinamiento del trato social es con el de la adornación personal de la mujer y las «maneras» sociales de ella y los caballeros, con su esencial y sentida cordialidad y autocrítica de refinada modestia y sin embargo inflexible altivez constantes, las dos más altas tomas de conciencia de hombre, lo que lo hace nozoológico; más que el Arte y la Metafísica, profeso yo que estos dos estatutos sociales (la cortesía y el atavío y modos de la mujer) son la plena toma de conciencia inzoológica, o el comienzo de la vida inzoológica; es decir, de lo humano: ésta es la significante creación del Hombre, no la insignificante creación de un Adán y una Eva. En congruencia con tal credo mío debo efectuar ahora con vosotros un acto estrictísimo de lo social. Lo enfática, típicamente social, impone que la mera presentación hace instantáneamente una amistad; si yo consiento en que alguien me sea presentado, al darle la mano ya soy su amigo eternamente. Como a tales amigos voy a dejar en manos de dos de vosotros, respecto de los cuales me consta, por sus datos de edad y el mío, que seré inevitablemente un inasistente a sus respectivos sepelios, sendas tarjetas mías. Todos saben que somos mortales. Sólo yo sé, por una ciencia cultivadísima, cuándo morirá cada uno. Así que con usted, usted y usted no hay riesgo de que yo falte a sus exequias. Pero con usted y usted les dejo mis tarjetas de condolencia; seré descortés, pues no asistiré a la inhumación de sus restos, porque ya ustedes habrán asistido al sepelio de los míos.
Y saludando rápidamente se alejó.
Para mitigar perplejidad en el lector aclararé una máxima de este personaje que hacerse desagradable a los demás es el único camino para vivir con menos inmiscuencia de prójimo.
PROSA A TIMÓN ROTO EN ZIGZAG EN BUSCA DE LA VEREDA DE ENFRENTE, CON UN EPISODIO DE IDENTIFICACIÓN DE ESTA PARTICULAR VEREDA Y UNA ENSEÑANZA IMPLÍCITA DEL SABER MANDAR Y EL SABER EJECUTAR.
Presentación fotográfica de los personajes

Presentamos en primer término al personaje sin nombre. Alphabeticus, pobrecito, está hecho todo de letras; los ojos eran las únicas oes que no se repiten en el abecedario; la nariz era un 7, sino que invertido, y terminaba en fin su cuerpo numeralmente en dos 1. Dígase además que en su historia todos los sucesos se habían enfilado en orden alfabético; es decir, en el más completo desorden, hasta el punto de que había nacido mucho después de haber apedreado su primer gato, y antes de empezar a ser soltero ya estaba en segundas nupcias.
(Esto es perfectamente lógico, porque dígame alguien en qué consiste el orden alfabético; por qué es más ordenado que esté la t posteriormente a la s y la z tan al final que a lo mejor sale en otro alfabeto.)
Su primer amor fracasó por la insoportable pedantería, como es propio del alfabeto.
Sus antecesores habían sido un pedazo de infinito y un pétalo de clavel, o un pétalo de tortuga (no está bien averiguado); fue educado esmeradamente en una azotea con gallinero que ponía huevos pero que caían a la vereda, lo que ocasionaba muchos incidentes de tintorería con los trajes que pasaban caminando por frente a la casa.
Con el severo ejemplo de las virtudes de su padre, quien jamás faltó a su palabra (hemos olvidado decir que era mudo; pero su hijo disimulaba ese defecto hablando continuamente por obra del impulso de equilibración alfabética) y de la mamá, que nació casi al mismo tiempo que él, conoció todos los méritos. Terminada la enseñanza del catálogo entero de éstos, dijo el padre sentenciosamente: «Bueno, hijo, ya sabes de qué debes siempre abstenerte»; lo que, muy bien comprendido por su hijo, lo indujo a abstenerse de todas las virtudes.
Este imposible y absurdo Alphabeticus, el caso es que se enamoró perdidamente. Quiere decir entonces que hemos presentado al adorador de Teresina, y la «congruencia de los caracteres», imperativo de la novelística, nos hará perdonar el largo detalle que damos de su aspecto personal, su familia y estado social y la severidad de la educación recibida.
Alphabeticus empeñó todas sus letras —o las giró— en una perdida pasión por Teresina. Se querían entrañablemente, a pesar de que ni el padre de él ni la madre de ella se oponían despóticamente a sus amores: esto es lo que muestra la grandeza de caracteres de los personajes; jamás he visto que se empeñen en ser novios y en casarse un joven y una joven cuyos padres aguardan a no contrariarles su pasión hasta después de casados.* Como esto no ha sucedido ni en las novelas ni en la vida, consta que el primer amor habido en el mundo fue el de Alphabeticus y Teresina. ¿Cómo es posible que si adoro a Triptolina y nadie me dice que es horrible, que no me quiere, que es falsa, que se opondrá a que me case con ella, yo la siga queriendo?
Teresina y Alphabeticus rompieron con todas las prácticas del decoro, con todas las tradiciones (llegando ella a vivir de las ganancias de él) y se fueron a vivir en otra azotea, sin permiso de los dueños de casa. Fueron muy felices hasta cuando llovía, pero, expulsados de allí, se treparon en una gran higuera y continuaron su vida matrimonial apasionada.
OTRA VEZ PROSEGUIREMOS LA PRESENTACIÓN DE LOS RESTANTES PERSONAJES DE ESTA NOVELA, LIMITÁNDONOS, COMO AQUÍ, A LO FUNDAMENTAL.
Debemos asimismo informar desde ahora que Alphabeticus tenía un amigo, a quien no conocía, que se dedicaba a sorber lo inenarrable, y también una prima hermana que al tropezar con un suspiro se había caído exánime sin alcanzar a mesarse los cabellos.

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7. Invocación y evocación de la infancia

En un viejo cuaderno escolar tengo escrita esta frase al margen de una de las últimas páginas: Busco quién se acuerde de lo que se me olvida...