viernes, 20 de agosto de 2021

Musa de Humo

Esta musa procede de un tiempo muy lejano. Su argumento data de al menos hace 5 años y tuvo otros cuerpos más imperfectos del que ahora presento. Es la primera de toda la serie, al menos en espíritu y aún se me sigue escapando como cuando la encontré por primera vez entre mis ideas. Los detalles generales no cambiaron: un hombre que se enamora del reflejo de su interior. Es el tema obsesivo y hasta redundante. Cuando la gente dice sin Ton ni Son: “el leitmotiv” no saben que las más de las veces están ante un vulgar ostinatto; y yo no sé mirar con benevolencia, o mejor dicho: escuchar. El humo es un símbolo, el de la fantasía fatal; es un espejo de muerte que te pierde o te sofoca y las musas tienen esa conexión por su linaje, quiero decir, mis musas. Cada una es polvadera, humo, remolinillo a su manera, cada una enturbia o contamina, pero no por voluntad, sino porque los ojos, las manos, los oidos que las buscan, anhelan su imposibilidad. En fin, esta musa peculiar y especular se disipa justo en el instante crítico y léase, por favor, loin des sources de chaleur, porque es profundamente inflammable.

Jueves
Anda como fugitivo por las calles, tiene expresión de condenado y la mirada saturnina.
La terapia no sirve, hay cosas que sencillamente están rotas y esa es su naturaleza. Repararlas es destruirlas.
Ahora baja las escaleras de dos en dos, la prisa le pisa los talones.
Hoy la lluvia también lo persigue y el alma se le queda atorada en un alambre oxidado que, mientras baja, hace que se le vaya deshilando, quedando trás de sí.
Se une a la masa humana. Por fuera luce impasible, por dentro se derrumba entre el miedo y la ansiedad.
Las puertas del vagón del metro se abren y una estampida lo lleva como balsa de náufrago en medio de la tempestad.
Ya adentro, se muerde el labio inferior y observa sin mirar. Se encierra en pensamientos sin sentido.
Pasos y pisos y puertas y paredes. Las gentes entran y salen y entre ellos llega una chica de cabello color negro como el abismo que le cubre la mitad del rostro igual que una cortina misteriosa.
El vagón está abarrotado y ella se queda en un extremo donde él la puede ver sin dificultades.
Un hombre se acerca y la abraza. Le besa el cuello y le habla al oído. Las caricias están un poco subidas de tono para estar en un lugar público.
Con pudor desvía la mirada y se encuentra con el reflejo de su rostro vacío y obscuro en un sucio cristal.
Para cuando vuelve a buscar a la chica, ella ya no está.

Lunes
La luz va tras de él y él persigue su sombra. En el subterráneo siempre es de noche.
Las personas se empujan al pasar. Él mismo empuja a una chica distraída que va de la mano de un hombre feo de rasgos desagradables: ojos mezquinos, nariz aguileña, mentón pronunciado, sonrisa estúpida.
Todo sucede en un segundo. Busca el rostro de ella, pero sólo aprehende la forma de su espalda y la tez blanca de las piernas entre el coqueto bamboleo de una juguetona falda.
Los encontrará un rato después, casi a media noche, en un asiento al fondo del vagón. Va a asistir a una escena de depravación.
Y mientras esa cita se acerca, irá y vendrá y una parte de él no va a volver ilesa de la vida cotidiana.
La modernidad es diestra aniquilando a los individuos, pero, por desgracia, no es eficiente: idealmente debería desintegrar en vez de romper, sin arte ni ciencia, sus almas.
Se sienta muy callado y recoge los detalles del suelo: suciedad; todo está sucio. Lo que lo rodea es un reflejo de su interior. Mira sin tristeza —recurso de los desahuciados espirituales— y sus ojos le muestran a la mujer de hace unas horas sobre el vomitivo y tosco hombre que la acompañaba.
Las manos del tipo se pierden bajo la falda; la urgencia y el vértigo vuelven insensibles a los amantes. La mujer se agita pasmosamente mientras el hombre la manosea con avidez. 
Mira pero se niega a sentir nada al respecto: ni pena, ni miedo, ni placer, ni culpa, ni siquiera interés. 
No deja de mirar. Luego cierra los ojos y se piensa lejos de todo.

Sábado
Lo acecha la luna, así que se oculta de ella en un vagón del metro. Terapia, terapia y terapia.
Piensa que la ignorancia es una virtud protectora, incluso un mecanismo de defensa contra la conciencia de la miseria.
Siempre piensa cosas miserables como ésta mientras que el tren devora kilómetros y su alma se retuerce de dolor.
Mira sin mirar. Todos miran sin mirar.
Le gusta sentirse ajeno, es un consuelo al hecho de que aunque pertenece al mundo, la porquería sólo tiene contacto con su piel.
Su interior está triste pero limpio.
Un charlatán predica bienaventuranzas a voz en cuello y pide limosna.
Sucios niños se arrastran por el piso haciendo el simulacro de lustrar zapatos rotos.
Las personas sudan y se ignoran. Ignoran todo: los olores acres y el agotamiento.
En la siguiente estación tiene que trasbordar; a veces piensa que vive una pesadilla recurrente. El vagón de ayer es el mismo de hoy.
Baja del tren y camina por los estrechos pasillos iluminados con ofensivas luces blancas.
Los rebaños humanos no le temen al lobo. Más bien lo adoran y lo honran. Las ovejas aspiran a ser como el lobo: independientes, fuertes, osadas.
Aunque los pies pesan, las personas circulan ligeras como un fluido un tanto espeso. Alguien vomita en medio del desfile y sólo los afectados se inmutan, el resto continúa su camino y olvida.
Mañana nadie va a recordar al hombrecito triste con los zapatos manchados de regurgitación a quien los niños abandonados que fingen limpiar zapatos evitan.

Miércoles
Las puertas del vagón se abren y la marea de hombres y mujeres se agolpa violentamente contra la estrecha entrada.
Un sujeto gordo e iracundo le suelta un codazo a una mujer que grita desaforada por el estrujamiento. Dos dientes percudidos y ensangrentados vuelan de su boca y van a dar donde nadie volverá a saber de ellos.
Él lo atestigua todo desde la escalera que baja al andén. Se siente impotente y defraudado. Luego un sentimiento de egoísmo lo recorre y agradece haber bajado a tiempo del tren. Unos segundos más y se hubiese topado de frente con el agresor mastodóntico.
Anda por un pasillo que remata en una sala grande dividida como laberinto para ratas con grandes rejas de acero. En el principio de la civilización uno de los objetivos de la humanidad era acortar caminos, hoy la directriz es la contraria: hacer de cualquier camino el más largo y tortuoso recorrido posible.
Maldice la invención de los zig-zags y llega a otro andén y sube a otro tren. El terapeuta le recomendó tratar de socializar con algún desconocido.
Piensa que es una idea estúpida. Las personas están en guardia, esperan ataques unilaterales. No existen las acciones desinteresadas.
Una vez vió a una muchacha preciosa leyendo a Dylan Thomas. Andamos solos entre una multitud de amores. Andamos solos, sin más.
Sintió muchas ganas de hablarle. ¿Pero qué le habría dicho? Casi cualquier acción adquiere el cariz de la afrenta debido a la atmósfera de desolación que contamina todo en el subterráneo.
Pasó seis estaciones mirándola sin atreverse a nada. Sin si quiera pensar en hacer nada. Y luego esa preciosa muchacha que leía a Dylan Thomas bajó del metro para perderse por siempre y hasta siempre jamás.
Hablar con desconocidos. Es una estúpida idea.

Sábado, otra vez
Ver cientos de personas una sola vez en la vida no es un prodigio. Lo extraño es verlas seguido, incluso a menudo. Lo inesperado es verlas muchas veces de forma no sólo frecuente sino cotidiana.
Entonces él, sentado casi sin respirar porque el vagón está abarrotado, mira sin mirar.
Los ojos van de un retazo de persona a otro. Formas indefinidas que carecen de significado. 
Allí, donde él no esperaría ver nada, entre pedazos de personas, hay una abismal cabellera negra. Inquietantemente familiar.
Pone atención: un brazo de piel quemada y aparente textura áspera abraza por el cuello a esa chica que él ya ha visto en otras ocasiones. La reconoce vagamente por la complexión delgada y atlética y, sobretodo, por el cabello que es de un negro antinatural.
Busca en los resquicios que forman los amontonados cuerpos de los pasajeros con la esperanza de ver mejor a la chica. Descubre el par del ofensivo brazo acariciando la pierna tersa y blanca de la mujer.
El metro frena con brusquedad, los cuerpos se impactan unos contra otros y una ensordecedora batahola de quejas e insultos se eleva. Los altavoces anuncian que algún desdichado tuvo las agallas para arrojarse a las vías y que el tren estará detenido. Dicen que afortunadamente el tren se detuvo antes de causar una tragedia.
Él piensa que la definición de fortuna es muy desafortunada. Busca a la chica, pero no puede encontrarla otra vez.

Martes
Mira y re mira y vuelve a mirar, y ve y ve y se fuga por sus ojos de su cuerpo y se mira mirarse y no mirar nada. A puesto a que parece un loco con los ojos bailando lento de un lado al otro.
Debe detenerse, aunque sabe que a nadie le importa. Solamente se detiene.
Su mirada queda suspensa en la fila de asientos frente a él. Ve a una pareja besándose apasionadamente. Por supuesto no logra distinguir los rostros. Las manos de los amantes tocan sus cuerpos con ansiedad.
Con tanto movimiento no se nota donde empieza uno y termina el otro. 
Echa una mirada a las personas de alrededor, parecen no interesarse por el pequeño espectáculo de los amantes que, subidos de tono, comienzan a meterse las manos bajo la ropa.
Al tiempo un impulso le dice que deje de mirar. Pero un instinto se impone y le hace continuar mirando.
No sabe si le satisface o excita de algún modo participar de la escena como testigo. Sabe que no está ofendido. Sabe que no está emocionado.
El sonido monótono y regular de la marcha del tren lo arrulla. Los amantes se deshacen con denuedo como una fuerza imparable chocando contra un objeto inamovible.
Sus caricias son más bien tortuosas, violentas. Carecen de ternura. Como si en lugar de procurar placer, buscaran proveer dolor.
El mismo deseo feroz que lo hacía mirar muda en desesperación. Tiembla ante el suplicio. Se levanta de su asiento y queda de pie ante los amantes. 
Los mira con fervor como si sus ojos fueran un nuevo sentido del tacto. Acerca las manos al cuerpo de la chica. Sus músculos tensos ansían la textura de su ropa. Algo le dice que tocarla tendrá un efecto narcótico sobre su dolor.
La clave que resolverá su vida se le ofrece de súbito. Simplemente debe tocarla y todo el tiempo de sufrimiento quedará justificado. No es que las tristezas desaparecerán, pero se verán menguadas y el placer medrado.
Placer, todo este tiempo la respuesta fue encontrar una fuente de placer.
Su mano por fin se postra sobre el hombro de la chica, pero antes de que pueda llevar la otra mano a buen puerto, un puñetazo le da de lleno en el rostro y todo el progreso existencial que había alcanzado se quiebra.
Nuevos golpes se suceden sin tregua, cada cual más obvio e inesperado que el anterior. Una trifulca desconcertante se arma al rededor de él. Está en el suelo hecho un ovillo. Solo, profundamente solo como recién nacido. Arrojado del paraíso y sin sentido.
Sangra hasta del alma, llora y no escucha su propio llanto. La confusión creciente lo aturde. 
Y confuso queda postrado hasta que alguien lo ayuda a incorporarse, pero sólo físicamente porque su yo sigue derrotado en el suelo. 
La soledad lo embarga todo, el tren retoma su marcha y antes de que sepa nada, se encuentra en el andén. Una caterva de miradas lo ve con insistencia y él no termina de entender lo que acaba de pasar. Una voz pregunta si se encuentra bien, pero él no responde. Hay más voces, todas suenan como si estuvieran debajo del agua.
Comienza a andar, sigue confundido. Seguirá confundido hasta que logre concretar el tacto que le brinde la libertad.

Viernes
Como cada viernes, se encuentra con la cajera del banco de las 3 de la tarde. Ella es uno de los pocos elementos que prevalecen invariables en la realidad. Desde que va a terapia siempre se cruza en el camino de aquella mujer. Todo puede cambiar menos esa constante.
Conoce su nombre. No se atreve a pronunciarlo. Está escrito en negros carácteres sobre una brillante placa metálica que se sostiene con pulcro y burocrático triunfo en el blazer almidonado. Todo está en su lugar si ese nombre sigue escrito allí.
Vera no falta a la cita. Está puntual en el mismo vagón. El hábito no es una virtud. El hábito es una prisión resignada. Vera no falta jamás.
Piensa en el accidente del martes. Ver, no tocar. Eso debió haber pensado antes: Ver, no tocar.
Todos los placeres están al alcance de las manos, pero no deben ser tomados. Debe bastarnos con mirar.
Para cuando termina de pensar en esto, Vera ya no está. Un terror obscuro asciende por su columna. Se perdió por un par de horas. Actuó como en piloto automático, idiota piloto automático.
Últimamente es un barco en travesía nocturna. Las estrellas son guías indiferentes. Sabe que puede llegar a su destino sin proponérselo. Cualquier resultado es aceptable: hundirse como sobrevivir y arribar.
Mira nada de nuevo y algo llama su atención. Entre los movimientos del tren que marcha en una dirección y el otro que va en su contra, las ventanas de ambas máquinas se corresponden por un momento, como si fueran la cinta de una película; en ese prodigioso instante un milagro acontece. 
Una de esas pequeñas glorias que le dan vida a la vida. Ve a la chica del cabello nocturno. Está de perfil y esa porción de rostro que le ofrece es delicadamente bella. 
Un hombre tosco y desagradable se acerca por detrás de ella. La abraza y se la lleva fuera de su campo de visión. Los trenes terminan de pasar y del otro lado ya no hay nadie.
Corre por los pasillos con la esperanza de encontrarla por algún sitio.
Pide a la providencia el favor de hallarla. Se deshace en fe ciega por su anhelo ciego. Sube por escaleras de aspecto interminable, luego baja por ellas, corre de un lado a otro. Choca con las personas, salpica su pasión de griteríos.
Hasta que da con un rincón oscuro donde sombras deformadas se agitan. Mira. La vida se le va por los ojos. Reconoce algo. Quiere reconocer. Entorna la mirada. La luz se va atenuando al rededor. Del rincón sale un hombre torvo arreglándose la ropa. 
Un lamento sin convicción se arrastra hasta sus oidos. Se acerca al lugar y descubre a la chica del cabello sombrío llorando. No sabe si es pertinente hablar. La piedad y un resabio de la manía del martes lo hacen acercarse a ella. Al momento en que su mano palpa aquel hombro soñado, la piedad naufraga.
La otra mano aterriza en el sedoso cabello que desprende un aroma enervante. Los sollozos se detienen. Las manos amistosas de ella tocan su cuerpo y le dan la bienvenida al suyo. El calor que emana la chica es poco confortable pero adictivo. Siente la necesidad de tocarla más y más, no sólo por encima de la ropa.
Ella participa en el desequilibrio. Quita la paz pero a cambio otorga la felicidad. Es una alegría rastrera que mordisquea el alma. No hace más que dañar de modo inofensivo.
Se agradece que esté aquí y así. En presente continuo y continuado. Correspondiendo. 
Los labios se encuentran y electrifican, las manos toman posesión de la piel del otro bajo las ropas. Luego ella rompe el encanto, se desafana. Se va sin decir nada. Sin que él pueda verla claramente. Desaparece.

Sábado, una vez más
Vivió otro día en automática inconsciencia.

Jueves, al parecer
Buscó a la chica, infructuosamente.

Lunes infinito
Su cuerpo está aturdido desde que se tocó con la chica. Precisa de una nueva dosis de agitación.
Camina despacio con ojos de centinela. Le dijo al terapeuta detalles vagos sobre la chica. Solamente que la ha visto esporádicamente, siempre tocándose con sórdidos desconocidos, hombres de aspecto medio bestial.
Le contó que le parecía algo triste. Ella era bonita, un contraste total con los semihombres que la poseían. El terapeuta opinó que podría tratarse de una prostituta cumpliendo encargos de clientes degenerados y exhibicionistas.
Él no opinó. Tener opiniones es deletéreo. Pensar en general es peligroso. Sabía que si comenzaba a hacer suposiciones, mundos hipotéticos embargarían su cabeza como parásitos.
No opinó nada. La sesión terminó y él está de vuelta bajo tierra, buscando.
Aborda un tren sin fijarse en el rumbo. Ni el camino ni el destino importan. Son, nada más, la posibilidad de verla: de cerca o de lejos. Antes tampoco importaban, pero al menos ahora tenían una utilidad. Andar para verla, aunque sea por accidente, aunque sea de pasada.
Otra cosa que no hacía desde hace mucho era tener esperanza. La esperanza es un veneno dulce. Duele consumirla. La esperanza atañe al futuro, y entre más lejos en el tiempo, más duele su resaca.
Está de pie en medio del vagón. Su vida quieta, anquilosada, se volca en el único propósito de ver. Es todo ojos. Espía, otea, vislumbra; de frente, de reojo.
Ella no aparece.

Lunes, como siempre
Los días progresan. No esperan por nadie. Él sigue buscando infantilmente. Sufre al no saber nada de ella, pero sufriría más si al menos no hace el esfuerzo por encontrarla.
Entra y sale de pensamientos pasajeros. Su cabeza se vacía y anega. Procura no acariciar anhelos.
La intranquilidad se apodera de él. La desesperante sensación de que el vagón de repente pesa menos y de repente pesa lo mismo que hace un momento.
Un aire familiar circula por el espacio enclaustrado. Alguien le susurra un discurso ininteligible al oído.
La temperatura bajó un par de grados. Y cuando el tren se detiene, por una de las puertas ingresa la desconocida del cabello color de nubes de tormenta. 
El ángulo no le permite ver el perfil de su faz que desconoce. Hasta ahora ella es un astro que sólo deja ver de sí lo que le place y no más. 
Por primera vez decide tomar la iniciativa, se mueve entre las gentes ausentes del evento que sucede ante sus presencias. Y al llegar donde ella está, no media palabra, por alguna razón la conversación se antoja como algo inútil y estorboso.
La oscuridad intermitente del exterior que se cuela por las ventanas mientras el tren marcha, el ruido blanco del sordo andar de las ruedas y ella que agacha la cabeza eludiendo el cruce de miradas no le permiten ver su rostro. Permanece en un anonimato parcial.
Los cuerpos se encuentran ajenos de todo cuanto pasa más allá de ellos. El éxtasis es la única manera de lidiar con la fatiga. Él se siente auténtico en sus arrebatos eróticos, auténtico por primera vez desde hace mucho.
Destierra todos los pensamientos y se procura sólo las sensaciones inmediatas, pone su mente en la yema de los dedos. Cada ser es una presa que se desborda. Siente y saborea las lágrimas de ella mientras la besa. Se impregna del sudor y un rastro de saliva que le resbala por la barbilla. Precipitación y humedad. La chica es una lluvia cálida y reconstituyente.
Él también llora. Es un acto de comunión. Un intercambio de dolor.
Milagros líquidos.

Otro día
Los encuentros son impredecibles: una semana frecuentes y otra semana esporádicos. No hay acuerdos ni recuerdos, cada uno es el primero. 
De alguna forma quedó implícito que las palabras estaban vedadas. Y su rostro también fue parte del misterio. 
Los encuentros son una bocanada de aire fresco. Son esos intervalos en los que un hombre al agua sale a la superficie para aferrarse con desesperación al aire.
Él no agradece ni desdeña. No siente ni terror ni piedad. Aunque en el fondo de su ser una duda germina sin que pueda advertirla.
La necesidad de saber quién es ella y por qué hace lo que hace. Reniega de su curiosidad. La curiosidad destruye paraísos.
Los encuentros dejan de bastar. Sin admitirlo desea más; desea saber. Sabe que el saber mata. Se acuerda de Burke & Hare y los anatomistas; para conocer la forma en la que el cuerpo humano funcionaba llegaron al extremo de secuestrar y matar. Conocer los secretos de la biología fue a costa de la vida.
Sabe que para entender lo que pasa entre él y la chica necesitaría diseccionar la relación, sabe que el riesgo es la destrucción.
Resiste, pero ni la piedra con toda su obstinación y tenacidad es rival para el agua. Comienza por seguirla disimuladamente cuando ella lo deja. Siempre la pierde entre las multitudes o al doblar una esquina. Ella se desvanece como humo, tenue.

Día tras día, tras día...
Seguirla resulta ser una tarea sisífica. Ella lo elude sin esfuerzo. Él sospecha que ella sabe que no pudo contener su curiosidad.
Ha estado valorando la posibilidad de hablarle.  A estas alturas cualquier cosa sería conveniente. La idea es romper el hielo.
No hay garantía de que intentar cambiar algo en la fantasía por una vana ilusión no comprometa el oasis que tiene con ella. Teme tornar en espejismo su paliativo. 
El terror y la piedad están tirantes dentro de él; halan en direcciones opuestas y lo mantienen en tensión. Al dolor de ser un individuo se le superpone el placer equívoco de un amor anómalo y a este, a su vez, se le superpone este nuevo dolor de que hay un estúpido idealismo emocional que pide, que ansía más de lo que puede merecer.
Las cuerdas son metáforas apropiadas para hablar de la vida: la cuerda como péndulo que provoca la hipnosis y el sopor de sus días; el dogal al cuello que proviene de esa tenue lasitud y que también es el apersogamiento de su alma suspensa, sin escape; su relación con ella que atraviesa por la cuerda floja (camino horizontal y peligroso), sin línea de vida (el seguro vertical de supervivencia); la sensación de maniatamiento al pensar en formas de normalizar su situación de enredo; la tensión de las cuerdas de los instrumentos de tortura, ninguno musical; el hilo negro, su cabellera; un viscoso hilo de saliva que se tiende entre los labios libidinosos. Tantas y tantas fibras tensas, rotas, inconexas, estrujantes...
Continúa buscándola
  en el Dédalo subterráneo
    unido a ella por un lazo de humo 
       que se desvanece cuando sube
         las escaleras y regresa a la ciudad
           a su vida superficial y llana
             cargado de arrepentimientos
               atento a los rumores

Nuevo día, mismas circunstancias
Se derrite y se hiela al mismo tiempo. Sigue sin conocer el rostro de la chica. Su posición es de posesión e ignorancia. Siente ser dueño de algo, pero no sabe exactamente de qué. 
Recorre un cuerpo que su tacto conoce. Pero jamás ha visto el territorio que sus manos habitan en esos instantes de pasión.
Contradicción de sujetar algo que está en constante escape, como si abrazara humo o mordiera el polvo.
Hay días en los que su persecución se trastoca, él termina por ser el acechado. Con el extremo de la mirada descubre a la chica espiándolo, oculta por una conveniente sombra o a la vuelta de una esquina. Se siente castigado por ella.
Hay otros días en que la ve a la distancia, deformada por el movimiento que acontece a su al rededor. Su respiración se agitan y desea correr hacia ella. Pero no se mueve, no se atreve ni a pensar. Sus instintos se ven revocados y queda entre la multitud tan desamparado como siempre.
Los mejores días son aquellos en los que evita los pensamientos de salvación. Si la esperanza desaparece, entonces también los temores; y ¿quién cuestiona al porvenir cuando el presente se ofrece así, tan amplio y placentero?

El día antes de la caída
La duda contamina discretamente al espíritu. Cuando es inofensiva nadie hace nada para erradicarla; y eventualmente germina, crece, se fortalece, entonces es demasiado tarde para combatirla. Sus raíces ya se afirmaron en los estratos más profundos del ser. La duda se hace parte de uno. Su presencia se impone ante cualquier idea. La duda precede las tentativas y las acciones. 
Tal es así que en él ya no había tregua. Sus aspiraciones se oponían a su conformidad.
Ese día le habló. Las palabras no tenían importancia, lo valioso fue el gesto. En un inicio no recibió respuesta. Su impulso posterior fue levantar el rostro de la chica para mirarla por primera vez a los ojos. Quiso conocer a su amante. 
Ella no se resistió, fue cediendo a la inercia de las palabras.
Encontró algo que lo llenó de pesar. El misterioso hemisferio de su cara estaba destrozado. Donde esperaba hallar la última pieza del rompecabezas de su alegría, encontró una piel macerada y transitada por cicatrices bermellones; el párpado era apenas una membrana de aspecto quebradizo cubriendo a intervalos un ojo blanco y nervado por sanguinolentas venas. Todo estaba deformado y árido.
El otro lado del rostro era un dechado de belleza. No hubo tanto asombro, más bien un sentimiento de tristeza lo invadió.
La chica comenzó a hablar. Le contó que en otra vida fue bella y soberbia. La vanidad dominaba todo lo que hacía. 
La belleza es una aberración contra la naturaleza porque parte del órden y la simetría. Debe ser destruida o desvanecida. Y así es; cuando la vejez y la muerte no se encargan de ella, lo hacen la envidia y la violencia. Lo bello destaca —y aunque suele ser agradable encontrarlo— su existencia incomoda eventualmente. El no poder explicarla, tenerla o conservarla llena de cólera al corazón. No pasa mucho antes de que la belleza sea desestimada o vista inexplicablemente como una amenaza. 
Tal es así que, a la chica, su belleza le jugó en contra. Un día aciago e inolvidable alguien llamó a su puerta. Sin esperar nada, una violenta llamarada le mordió el rostro. El súbito fuego le derritió la mitad de la cara. Recibió un daño irreversible e irremediable. 
Anejo al dolor físico, una incertidumbre se impuso en el alma de la chica. No había perdido toda su belleza pero la parte destrozada se imponía a ella. Nadie volvería a mirarla sin que las cicatrices fuesen todo el centro de atención. 
De ese modo su vida fue en detrimento. Se creyó aniquilada y que la única forma de conseguir la atención de los demás sería a través de la devaluación de su cuerpo y su dignidad. 
Al menos esa fue su conclusión; al vivir de la atención no podía permitirse perderla, pese a todo. Hizo para sí un simulacro de la belleza, algo no tan egregio, por supuesto, pero que le brindaba cierto consuelo.

Un día
No hay más que un remedio para el dolor. Decir cuál es sería caer en observaciones estúpidas y verdades inútiles. No hay nada peor que una verdad inútil. Y a la larga todas las verdades son inútiles. El saber no ayuda, sólo compromete y causa problemas.
Saber que la chica del cabello ébano era presa de un mal insoluble no hacía más que perjudicar su relación con ella.
Comenzó a pensar contra su voluntad. En el fondo él también tenía su vanidad. Se creyó capaz de salvarla. No se dió cuenta de que como dijo Stefan Zweig: los desesperados arrastran consigo a quienes tratan de socorrerlos. Los hombres y mujeres que tienen un peso enorme hundiéndolos no son susceptibles de recibir ayuda porque ese peso son ellos mismos; hacer cualquier cosa es atentar contra su ser.
Ese día no la buscó, era el mejor método para encontrarla, resultaba ser casi una especie de invocación. Caminó por los andenes y abordó los trenes con una convicción estoica sin otro fundamento que la esperanza. 
Hablaría con ella, se sacrificaría por devolverle el ímpetu de la vida. Quería irse lejos de todas las miradas y llevársela allá, lejos, donde ni dios pudiera inmiscuirse.
La encontró al borde del andén en posición de dar un paso al frente. Se apresuró a jalar su mano y retirarla del peligro de sí misma.
Habló. No se daba cuenta de su vana retórica y que uno no puede explicarse en términos razonables respecto a los sentimientos.
Ella pretendió alejarse pero él la detuvo. Suplicó, rogó y porfió. Deshízose en palabras. Ninguna surtió efecto porque ella siempre fue inmune.
Él desesperó. Las palabras se fueron acompañando de tirones y lágrimas suicidas. Las personas que estaban allí miraban y él quería ocultar a la chica de las miradas; su terror se acrecentaba al estar provocando lo contrario de lo que deseaba.
Ella trató de huir pero él se obstinó en detenerla. Tantos ojos mirando con insistencia lo hicieron encaminarse poco a poco hacia el borde del andén. Un lejano tren arrojó la luz de sus dos faros desde la oscuridad del túnel. 
En el trance, ella se soltó de los brazos de él y ningún intento por sostenerla tuvo un resultado diferente al que tiene intentar apresar el humo. La chica corrió sin que nadie osara detenerla. El arrebato hizo que él perdiera el equilibrio y se precipitara al vacío.
El tren pasó encima de su cuerpo casi como si fuera la suma del rencor de las miradas circundantes.

Epílogo o en los ojos ajenos
De la vista nace el amor. El problema es que los ojos engañan. La mirada no es imparcial; ve lo que quiere ver. Ojos que ven, corazón que siente. Hay que ver con ojos que no ven: es decir, ver sin los prejuicios del enamorado.
¿Qué ven las personas al rededor del hombre que lucha para salvar a la única persona que cree que lo necesita? Ellas lo miran confusas. Él mueve los brazos tratando de asir algo, pero está solo. Ellas observan sus labios hablando enmudecidos, oyen que gritan silencios para nadie. Está solo.
Los ojos ven cómo sus erráticas acciones lo van encaminando lentamente a la tragedia. Y luego ven, un segundo antes de que caiga, una nubecilla de humo profundamente negro que sale de su mano izquierda. 

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7. Invocación y evocación de la infancia

En un viejo cuaderno escolar tengo escrita esta frase al margen de una de las últimas páginas: Busco quién se acuerde de lo que se me olvida...